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La dignidad de Teodoro H.

La dignidad de Teodoro H.

                                                                                                                                                                                                                                 Teodoro H. se hizo torero por el traje de luces. Para él, que había nacido sin sentido común, la vida era un jeroglífico por resolver. Una carretera sin señales. Un viaje sin mapa. Hasta el último aliento, Teodoro H. intentó comprender el mundo y hacerse un sitio en él.

—El respeto da sentido a la vida de un hombre, le había dicho su padre cuando aprobó el último curso del Instituto, consigue respeto y tendrás lo que quieras.

Teodoro H. se guardó aquella palabra en la memoria para siempre. Y se pasó la vida buscando respeto.

A los dieciocho años se hizo militar. Tenía fuerza de voluntad y buena memoria, cualidades necesarias para ascender de cursillo en cursillo. Cuando ya era teniente, un motín en una cárcel requirió la actuación de los militares. 

Teodoro H. expuso su estrategia en mitad de una reunión de mandos medios:

El negociador lleva un día y medio intentando que los amotinados se rindan. Los funcionarios tienen pocas posibilidades de salir con vida de esto. Sugiero que prendamos fuego al edificio y apuntemos como únicos culpables a los reos amotinados. 

Después de varias sesiones con el psicólogo del cuartel, a Teodoro H. se le comunicó su cese y un tiempo después, su expulsión del ejército.

Durante meses vivió sin rumbo, hasta que se ennovió con una mujer a la que conoció en la panadería y a la que también le faltaba el sentido común desde su nacimiento.

Entablaron una relación sin palabras que se alimentó de tortitas con nata en el vips y sesiones de cine de barrio. Una noche salieron de casa envueltos en una niebla que olía a humo y dos manzanas más allá se encontraron de frente un edificio en llamas. Al contemplar el trasiego de escaleras, mangueras y bomberos la mujer exclamó:

¡No hay uniforme tan bonito como ese!

Y Teodoro H. decidió hacerse bombero.

La ilusión de vestir su segundo uniforme le duró muy poco.Teodoro H. explicó al jefe de personal que le habían expulsado del ejército por sus ideas.

¿Y qué ideas eran esas? – preguntó el hombre, que escuchó la respuesta haciendo anotaciones en una agenda, en silencio, mirando de vez en cuando a su interlocutor sin levantar la cabeza.

Al cabo de unas semanas, Teodoro H. recibió una carta: no reunía los requisitos necesarios para incorporarse al cuerpo de bomberos.Teodoro H. intentó vestir cuantos uniformes tuvo ocasión y con todos fue fracasando. Unas veces por falta de talento (casi se estrella en una práctica como piloto); otras por osadía (llamó ladrón a un político para el que trabajó de chófer); una vez por falta de fe (quiso ser ministro de Dios y puso en duda la existencia del Espíritu Santo).

 Pero cada vez que llegaba a un callejón sin salida, intentaba un nuevo camino para descifrar el jeroglífico de su existencia, como si la naturaleza hubiese querido paliar con un extra de optimismo su déficit de sensatez. Tiempo después de un último intento fallido y tras cruzarse en la puerta de Las Ventas con la cuadrilla del maestro José Nomás, quedó deslumbrado por el traje de luces y decidió hacerse torero.

Estuvo dando clases con un diestro jubilado, cuyo paso por la Maestranza había forjado su leyenda en vida. Teodoro H. tenía casi cuarenta años cuando empezó su instrucción y el maestro dio por hecho que el interés desmedido de su alumno por aprender no se debía a otra cosa que a las inquietudes de una mente curiosa y perfeccionista, sin sospechar ni por asomo que Teodoro H. aspiraba a tomar la alternativa en cuanto se supiera preparado. Tampoco sabía nada el maestro de la falta de sentido común de su pupilo, así que impartía las lecciones teóricas como lo hubiese hecho con cualquier otro. Cuando tocó hablar de las cornadas y de las probabilidades de morir en la plaza, Teodoro H. llevaba un año dando clases y a esas alturas su respeto por el maestro era inmenso. Todo lo que pudiese decir era ley para él.

 El torero se gana el respeto jugándose la vida en la plaza.  Pero nada reviste de dignidad a un torero como su muerte en el coso. ¿Qué muerte podría ser más digna? ¿qué otro final más bello que ese en el que la sangre tiñe de grana la arena? ¡El cuerpo roto, desmadejado entre las patas del toro! ¡El traje desgarrado, pintado a trazos cruzados de sangre de torero y sangre de toro! ¡Qué muerte, Teo, qué muerte esa que se ha podido brindar antes a la mujer amada!

El maestro filosofaba sobre su arte como quien habla para sí y Teodoro H. lo escuchaba como quien está siendo depositario de una revelación.

¡Nada reviste de dignidad a un torero como su muerte en la plaza!, pensó luego, camino de casa.

Y lo repitió en voz baja mientras removía las patatas de la cena con la espumadera.

¡Nada reviste de dignidad a un torero como su muerte en la plaza!, fue lo último que se le pasó por la cabeza esa noche, antes de quedarse dormido. 

Teodoro H., dispuesto a todo por llegar a ser un hombre de respeto, juntó sus ahorros, que le dieron justo para encargar un traje de luces y se despidió del maestro, en parte porque el dinero no le daba para más, en parte porque consideró que ya había aprendido lo necesario. 

El día de su muerte, Teodoro H. se vistió el traje, se echó encima una gabardina y después de santiguarse salió camino de Las Ventas, donde traspasó la entrada y se adentró en la plaza hasta la barrera. Una vez allí aprovechó un revuelo de pañuelos blancos para dejar la gabardina en el suelo. 

Nadie sospechó que fuera ajeno al cartel de la tarde, tales eran su porte y su gesto. Quienes allí estaban le fueron abriendo paso con la reverencia que merece el que está a punto de desafiar a la muerte y a Teodoro H. se le puso el alma en la garganta cuando sintió, por primera vez en su vida, el respeto de la gente.

El cartel anunciaba aquella tarde a Currito García, El Chiclanero y Pepe el Zahorí. A las seis, Pepe el Zahorí lidiaba su primer toro, Azulado. Teodoro H. esperó el momento en que el torero se prepara para entrar a matar. El toro esperaba, sólo, en un extremo del coso. Teodoro H. se santiguó antes de saltar la barrera y emprender carrera, muleta en mano, hacia la muerte.

Azulado volvió la cabeza y le vio correr hacia él. Se miraron. El torero se plantó delante, movió el capote y el toro arrancó. Después de dos pases, Azulado enganchó a Teodoro H. por el muslo. Los gritos del tendido acompañaron la carrera del toro, que llevó a Teodoro H. en volandas, sacudiéndole de un lado a otro hasta soltarlo en la arena como quien se deshace de un bulto que estorbe. La plaza se había quedado en silencio.

Antes de morir desangrado camino de la enfermería, Teodoro H. miró por última vez el cielo de Madrid, más azul que ninguna otra tarde que pudiera recordar. Y cerró los ojos, en paz consigo mismo por primera vez en su vida.

 Foto: Tierra Roja, de Carlos Naranjo   

3 comentarios

Berna -

¡Eso digo yo! ¿Por qué nadie me dijo nada hasta que Marianuki el martes pasado? Brindo por ti, por Marianuki, por la Chinche, por el reencuentro :-) (me lo acabo de leer todo-todo... ¡y me encanta!)

chiche -

yo también llevo todo el día sonriendo
muchas gracias
me voy de viaje, vuelvo en dos días, cuídate mucho

(te sigo la pista :) )

chincheta -

cómo tarde tánto en encontrarte?
demos gracias a mi niña de las hierbas!
(voy a imprimirme tu poema de mayo del año pasado y a colgarlo en mi habitación)

.esto lo justifica todo.

gracias por darle sentido a lo que hago

espero que nos encontremos en algún centímetro de esta ciudad
mientras tanto cuídate mucho
*