And the Oscar goes to...
La chica del Tercero A se llama Anna. Es alta, guapa, gordita, vive sola y casi nunca recibe visitas. Cuando nos cruzábamos en el portal, Anna murmuraba «buenos días» mirando a ningún sitio, antes de escabullirse como un ratón. Yo me había inventado una vida para ella: funcionaria de ministerio, escasa vida social, adicta a alguna serie y asidua al burger king.
Un martes, en la puerta del ascensor, Anna me sorprendió con un eufórico ¡hola! que descafeinó mi buenos días de costumbre. Ese jueves nos cruzamos frente al quiosco de prensa de la glorieta de Bilbao y me sonrió de oreja a oreja:
—Estos días son tan estresantes...
Por segunda vez me agarró desprevenida: mi «sí, eso parece» quedó flotando en el aire como un calcetín colgado de una pinza.
El sábado desayuné en El Comercial y allí estaba otra vez. Me quedé aturdida unos segundos, antes de sentarme en una mesa cerca de la suya. Anna engullía un pan-tumaca y con la misma avidez devoraba una revista de cine. La observé un rato, hasta que levantó la vista:
—Últimamente no hacemos más que encontrarnos, dijo.
Yo acababa de morder un churro y asentí con la cabeza.
Entonces se cambió a mi mesa y a partir de ese momento me arrastró a su verdadera vida como un tornado. El resto del año es todo rutina, me contó: de casa al trabajo, del trabajo a casa. Una copa con los amigos los viernes después del cine, sin excederse en la hora y poco más. Hasta que llega la víspera de los Oscar. Entonces pone su vida patas arriba, con la excepción del trabajo («a ver, qué quieres, una tiene que comer»).
Su verborrea borró los restos de la Anna que me había inventado: «tengo que ver películas, organizar la cena, las invitaciones, elegir peinado, elegir vestido». ¿Peinado y vestido? «Claro, mujer, no me digas que tú ves los Oscar en pijama. ¡Eres tan Juliette Binoche que no puedo asumir que no te guste el cine!». Le digo que adoro el cine y omito que no veo la gala ni en pijama, porque siempre me quedo dormida.
Días después me llama para hablarme de una tienda donde alquilan ropa de alta costura y me da el teléfono de un estilista («para el cambio de imagen»). Me pregunta qué número calzo y como coincide con el suyo me va a prestar «unos louboutines de imitación que te mueres para la gala. Vas a estar guapísima». De repente, la idea de ver los Oscar acurrucada en mi sofá me parece el plan perfecto: no puedo alquilar un Valentino ni supuse que lo de Juliete Binoche fuera en serio. «No digas eso, por favor. Ya les he dicho a todos que este año vienes tú. O sea, ella. Yo corro con los gastos, siempre lo hacemos con el invitado especial».
La noche de la gala, los loubotines me quedaban grandes y el Valentino de alquiler un poco apretado, pero después de que me cortasen el pelo y me maquillasen como a una estrella, acabé por parecerme a la actriz.
Anna, de Dior alquilado, me presentó a su grupo de mitómanos quienes, a falta de la verdadera, se volcaron con su sucedáneo de la Binoche: «¡Al natural eres guapísima!»; «de tus películas, Chocolat es mi favorita: estabas divina con aquella capa roja»; «yo te imaginaba más alta»... Sonreí toda la gala sin abrir la boca (Anna me rogó que no rompiese la magia con mi voz «aguardentosa»).
Unos días después, pasada la resaca de los premios, nos cruzamos en el portal. Mi efusivo ¡hola! retumbó como un solo de trompeta contra su buenos días y su mirada perdida en ningún sitio. Anna había vuelto a ser la vecina del Tercero A y yo... Yo ya no era Juliette Binoche.