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El cuarto azul

El cuarto azul

Aquella habitación había sido muchas cosas: cuarto de costura, de plancha, trastero. El lugar a donde iba a parar la ropa que no volvió a ponerse de moda. El escondite de un libro prestado y prohibido y de un paquete de tabaco seco. El rincón donde encerrarse, hecha un ovillo, para hablar por teléfono a oscuras, y escuchar con los ojos cerrados la voz que ocupa todo el espacio y hace difícil respirar. 

—Con estos trastos puedes hacer lo que quieras. Como si lo tiras todo a la basura —había dicho la casera cuando le entregó las llaves—. Todo, menos la máquina de coser, que era de mi abuela. La saco ahora mismo de aquí, que para eso me he traído el carrito.

Le hubiese gustado marcharse de Madrid. Estrenar una vida nueva en una ciudad con mar, una ciudad donde hubiese una playa para pasear por la mañana. Una pequeña ciudad de provincias donde la rutina fuese fácil y las tardes se pareciesen un poco a las de las vacaciones. Pero Madrid la tenía atrapada como una mosca en una tela de araña.

Recogió el libro del suelo, se apoyó en el quicio de la puerta y se imaginó a una niña, como la niña que ella misma había sido, leyendo a la luz de una linterna el libro que aún no tenía permiso para leer;  revolviendo el cesto de ropa vieja en busca de un disfraz; escuchando a oscuras, el teléfono en la oreja y hecha un ovillo, la voz que se adueñaba del aire y hacía difícil respirar.

Se pasó la mano por la barriga y adivinó que en aquel cuarto se habían ido amontonado trastos viejos y momentos felices. El piso, el único que se había podido permitir, tenía una cocina pequeña, una salita y dos habitaciones. En la suya cabían una cama, una mesa de noche y un escritorio. En la otra, aquel cuartito oscuro, había el espacio justo para una cuna.

Decidió tirar todos aquellos trastos a la basura: el cesto de ropa, la caja de periódicos atrasados, el pie de lámpara... Al final de la tarde solo le quedaba retirar un tablero de chapa que estaba apoyado en la pared.

Se tomó un descanso. El médico le había recomendado relax: respiraciones profundas, largas caminatas, nada de té, nada de café. Infusiones de tila. De Camomila. De hierbabuena. Qué tristes, qué largas se le hacían ahora las tardes. Las hormonas, había dicho el ginecólogo que eran las hormonas: “Es cosa del embarazo. Se te pasará».

Pero no se pasaba. Su vida, desde hacía unos meses, cabeceaba como un barco sin timón.

Terminó la infusión y respiró profundo, antes de volver al cuartito. Apartó el tablero de la pared sin dificultad y, ¡voilá!: la ventana quedó al descubierto. Una ventana alta y estrecha. Con contraventanas de lamas de madera que, como las paredes, habían sido blancas y ahora eran del color del polvo que crece sobre el olvido.

Abrió y la luz entró de lado a lado. La mujer estiró los dedos hacia el rayo de sol donde bailaban motas de polvo. Del mismo polvo que bajo la luz de la bombilla era la huella del abandono.

Arrancó los papeles que tapaban los cristales y contempló el patio de vecinos como el mejor de los horizontes. Como el mejor de los presagios. La luz después de un túnel de meses.

Se protegió el pelo con una pañoleta y empezó a pintar. De azul. Azul plomo. Azul de mar. Azul de tormenta.  

A mitad del trabajo buscó el objeto que, junto con el libro, había salvado del contenedor de la basura: un transistor viejo.

Hacía tiempo que no tarareaba. Tanto tiempo que su voz le resultó extraña.  

Esa noche cenó un plato de espagueti que le supo a gloria. Se acabó comer sándwiches de pie y patatas fritas de bolsas abiertas dos días antes. Empezaría a cuidarse. Ya eran horas.

Cuando terminó el trabajo, se había hecho de noche. Antes de acostarse colgó el móvil de campanitas en la ventana recién pintada. El viento de abril agitó las piezas de cerámica, que chocaron tintineando una canción. La mujer cerró la ventana y admiró su obra desde la puerta. La cuna de madera blanca, recién armada, destacaba contra el azul plomo de la pared. El cuchitril que había sido el cuarto de los trastos, el lugar sin luz a donde iban a parar las cosas condenadas al olvido, se había transformado en una tarde de oruga en mariposa.    

Por primera vez, desde que se había quedado sola, la  mujer soñó con el mar en calma. Y al despertar, Madrid volvió a ser la del cielo limpio, la de las terrazas al sol en cada esquina. La ciudad en la que siempre le había gustado vivir.

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