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And the Oscar goes to...

And the Oscar goes to...

La chica del Tercero A se llama Anna. Es alta, guapa, gordita, vive sola y casi nunca recibe visitas. Cuando nos cruzábamos en el portal, Anna murmuraba «buenos días» mirando a ningún sitio, antes de escabullirse como un ratón. Yo me había inventado una vida para ella: funcionaria de ministerio, escasa vida social, adicta a alguna serie y asidua al burger king.

Un martes, en la puerta del ascensor, Anna me sorprendió con un eufórico ¡hola! que descafeinó mi buenos días de costumbre. Ese jueves nos cruzamos frente al quiosco de prensa de la glorieta de Bilbao y me sonrió de oreja a oreja:

—Estos días son tan estresantes...  

Por segunda vez me agarró desprevenida: mi «sí, eso parece» quedó flotando en el aire como un calcetín colgado de una pinza.

El sábado desayuné en El Comercial y allí estaba otra vez.  Me quedé aturdida unos segundos, antes de sentarme en una mesa cerca de la suya. Anna engullía un pan-tumaca y con la misma avidez devoraba una revista de cine. La observé un rato, hasta que levantó la vista:

—Últimamente no hacemos más que encontrarnos, dijo.

Yo acababa de morder un churro y asentí con la cabeza.

Entonces se cambió a mi mesa y a partir de ese momento me arrastró a su verdadera vida como un tornado. El resto del año es todo rutina, me contó: de casa al trabajo, del trabajo a casa. Una copa con los amigos los viernes después del cine, sin excederse en la hora y poco más. Hasta que llega la víspera de los Oscar. Entonces pone su vida patas arriba, con la excepción del trabajo («a ver, qué quieres, una tiene que comer»).

Su verborrea borró los restos de la Anna que me había inventado: «tengo que ver películas, organizar la cena, las invitaciones, elegir peinado, elegir vestido». ¿Peinado y vestido? «Claro, mujer, no me digas que tú ves los Oscar en pijama. ¡Eres tan Juliette Binoche que no puedo asumir que no te guste el cine!». Le digo que adoro el cine  y omito que no veo la gala ni en pijama, porque siempre me quedo dormida.

Días después me llama para hablarme de una tienda donde alquilan ropa de alta costura y me da el teléfono de un estilista («para el cambio de imagen»). Me pregunta qué número calzo y como coincide con el suyo me va a prestar «unos louboutines de imitación que te mueres para la gala. Vas a estar guapísima». De repente, la idea de ver los Oscar acurrucada en mi sofá me parece el plan perfecto: no puedo alquilar un Valentino ni supuse que lo de Juliete Binoche fuera en serio. «No digas eso, por favor. Ya les he dicho a todos que este año vienes tú. O sea, ella. Yo corro con los gastos, siempre lo hacemos con el invitado especial». 

La noche de la gala, los loubotines me quedaban grandes y el Valentino de alquiler un poco apretado, pero después de que me cortasen el pelo y me maquillasen como a una estrella, acabé por parecerme a la actriz.

Anna, de Dior alquilado, me presentó a su grupo de mitómanos quienes, a falta de la verdadera, se volcaron con su sucedáneo de la Binoche: «¡Al natural eres guapísima!»; «de tus películas, Chocolat es mi favorita: estabas divina con aquella capa roja»;  «yo te imaginaba más alta»... Sonreí toda la gala sin abrir la boca (Anna me rogó que no rompiese la magia con mi voz «aguardentosa»).

Unos días después, pasada la resaca de los premios, nos cruzamos en el portal. Mi efusivo ¡hola! retumbó como un solo de trompeta contra su buenos días y su mirada perdida en ningún sitio. Anna había vuelto a ser la vecina del Tercero A y yo... Yo ya no era Juliette Binoche.

Cebollina

Cebollina

Hubiera sido la mejor fiesta de disfraces de mi vida. Me pinté el pelo, me puse extensiones y vacié un bote de laca extra fuerte sobre cada mechón, después de sujetarlo con alambres. Durante días aclaré mi piel con yogurt y el de la fiesta me maquillé en el blanco de las geishas. Nada más verme me invitaste a bailar, no me dio tiempo ni de sacarme la casaca roja, y me alegró (es tan bonita... ). Dimos muchas vueltas. Tu mano en mi cintura, mi mano en tu hombro. Tantas vueltas que yo ya no sabía dónde estábamos. Hubiese sido la mejor fiesta de disfraces de mi vida. Y tal vez lo fue. Cuando me quise dar cuenta me habías cortado en trozos y aliñado con vinagre de Módena y una reducción de Pedro Ximénez. Sentí el chorro de picual y el roce de una hoja turgente de lechuga. Una de esas lechugas que parecen un ramo de novia, de corazón verde y bordes berenjena. Lo último que recuerdo fue que viajábamos las dos hacia el túnel de tu boca, pinchadas en un tenedor de plata.

Ilustración: Clara Varela para "Escríbeme una ilustración"

El cuarto azul

El cuarto azul

Aquella habitación había sido muchas cosas: cuarto de costura, de plancha, trastero. El lugar a donde iba a parar la ropa que no volvió a ponerse de moda. El escondite de un libro prestado y prohibido y de un paquete de tabaco seco. El rincón donde encerrarse, hecha un ovillo, para hablar por teléfono a oscuras, y escuchar con los ojos cerrados la voz que ocupa todo el espacio y hace difícil respirar. 

—Con estos trastos puedes hacer lo que quieras. Como si lo tiras todo a la basura —había dicho la casera cuando le entregó las llaves—. Todo, menos la máquina de coser, que era de mi abuela. La saco ahora mismo de aquí, que para eso me he traído el carrito.

Le hubiese gustado marcharse de Madrid. Estrenar una vida nueva en una ciudad con mar, una ciudad donde hubiese una playa para pasear por la mañana. Una pequeña ciudad de provincias donde la rutina fuese fácil y las tardes se pareciesen un poco a las de las vacaciones. Pero Madrid la tenía atrapada como una mosca en una tela de araña.

Recogió el libro del suelo, se apoyó en el quicio de la puerta y se imaginó a una niña, como la niña que ella misma había sido, leyendo a la luz de una linterna el libro que aún no tenía permiso para leer;  revolviendo el cesto de ropa vieja en busca de un disfraz; escuchando a oscuras, el teléfono en la oreja y hecha un ovillo, la voz que se adueñaba del aire y hacía difícil respirar.

Se pasó la mano por la barriga y adivinó que en aquel cuarto se habían ido amontonado trastos viejos y momentos felices. El piso, el único que se había podido permitir, tenía una cocina pequeña, una salita y dos habitaciones. En la suya cabían una cama, una mesa de noche y un escritorio. En la otra, aquel cuartito oscuro, había el espacio justo para una cuna.

Decidió tirar todos aquellos trastos a la basura: el cesto de ropa, la caja de periódicos atrasados, el pie de lámpara... Al final de la tarde solo le quedaba retirar un tablero de chapa que estaba apoyado en la pared.

Se tomó un descanso. El médico le había recomendado relax: respiraciones profundas, largas caminatas, nada de té, nada de café. Infusiones de tila. De Camomila. De hierbabuena. Qué tristes, qué largas se le hacían ahora las tardes. Las hormonas, había dicho el ginecólogo que eran las hormonas: “Es cosa del embarazo. Se te pasará».

Pero no se pasaba. Su vida, desde hacía unos meses, cabeceaba como un barco sin timón.

Terminó la infusión y respiró profundo, antes de volver al cuartito. Apartó el tablero de la pared sin dificultad y, ¡voilá!: la ventana quedó al descubierto. Una ventana alta y estrecha. Con contraventanas de lamas de madera que, como las paredes, habían sido blancas y ahora eran del color del polvo que crece sobre el olvido.

Abrió y la luz entró de lado a lado. La mujer estiró los dedos hacia el rayo de sol donde bailaban motas de polvo. Del mismo polvo que bajo la luz de la bombilla era la huella del abandono.

Arrancó los papeles que tapaban los cristales y contempló el patio de vecinos como el mejor de los horizontes. Como el mejor de los presagios. La luz después de un túnel de meses.

Se protegió el pelo con una pañoleta y empezó a pintar. De azul. Azul plomo. Azul de mar. Azul de tormenta.  

A mitad del trabajo buscó el objeto que, junto con el libro, había salvado del contenedor de la basura: un transistor viejo.

Hacía tiempo que no tarareaba. Tanto tiempo que su voz le resultó extraña.  

Esa noche cenó un plato de espagueti que le supo a gloria. Se acabó comer sándwiches de pie y patatas fritas de bolsas abiertas dos días antes. Empezaría a cuidarse. Ya eran horas.

Cuando terminó el trabajo, se había hecho de noche. Antes de acostarse colgó el móvil de campanitas en la ventana recién pintada. El viento de abril agitó las piezas de cerámica, que chocaron tintineando una canción. La mujer cerró la ventana y admiró su obra desde la puerta. La cuna de madera blanca, recién armada, destacaba contra el azul plomo de la pared. El cuchitril que había sido el cuarto de los trastos, el lugar sin luz a donde iban a parar las cosas condenadas al olvido, se había transformado en una tarde de oruga en mariposa.    

Por primera vez, desde que se había quedado sola, la  mujer soñó con el mar en calma. Y al despertar, Madrid volvió a ser la del cielo limpio, la de las terrazas al sol en cada esquina. La ciudad en la que siempre le había gustado vivir.

Un elefante en mi sopa

Un elefante en mi sopa

Perdone, hay un elefante en mi sopa.

Se la retiro al momento, caballero ¿desea usted otra cosa?

No, no, quiero probar su sopa de paquidermo, pero no sé si está en condiciones, fíjese en esto.

El comensal hundió la cuchara en el caldo. Inmediatamente el elefante emergió entre picatostes y trocitos de huevo, levantó la trompa y escupió.

¿Ha visto usted? dejó la cuchara en el plato y se limpió la camisa con la servilleta.

Le ruego acepte nuestras disculpas, señor, preparamos esta sopa con animales frescos. Ese es, precisamente, el secreto de nuestro plato estrella.

El camarero se inclinó hacia el comensal.

Si me lo permite, señor, no utilice la cuchara. 

El comensal arqueó las cejas.

Le aseguro que es mejor sorber del plato insistió el camarero. Fíjese dos mesas más allá, a su izquierda.

El comensal miró disimuladamente. Una mujer vestida con traje de seda sorbía delicadamente del plato.

Y, caballero, un segundo consejo: mastíquelo bien. Tienen la piel tan dura que a veces llegan vivos al estómago.

Se alejó dos pasos, para volver inmediatamente a la mesa.

Perdone, señor, una última sugerencia: no escuche lo que diga el elefante. Son llorones como cocodrilos. No sienta lástima. Sería, si me lo permite, como si un torero se apiadara del toro al que va a lidiar. 

El elefante escapó al primer sorbo, nadando contracorriente.

¡Socorro! gritó ¡Pídase usted una sopa de fideos y déjeme vivir en paz! ¡Tengo mujer e hijos! ¡Y un futuro en la sabana!

El comensal aplazó el segundo sorbo.

¡Misericordia con este pobre animal! insistió el paquidermo.

El restaurante se había quedado en silencio.

¡Pida vichisoise!, —Cada vez gritaba más alto ¡gazpacho!, ¡sopa castellana! ¡Tiene donde elegir!

Todos los comensales, excepto el hombre que acababa de probar la sopa, puestos en pie, rompieron en vítores y aplausos. El camarero apareció y retiró el plato.

Lo siento, caballero se disculpó ante el desconcertado comensal—, han pedido el indulto del elefante. 

Y añadió en voz baja.

Ya le dije que no le escuchara. ¿Le traigo la carta o puedo sugerirle sopa de fideos?

 

Foto de Carlos Naranjo: "Almuerzo", del álbum París

Recuerdo de la primavera de hace 4 años...

Recuerdo de la primavera de hace 4 años...

Para que vuelva. 
Como un oso después de hibernar, salgo de la cueva.
Me estiro y respiro con el alma abierta de par en par. 
Aire tibio.
Cosquillas en la piel, besos en el corazón. 
Corro a buscar mis pantalones de recibir mayo. Me pongo las sandalias (los dedos de los pies se despiertan y miran alrededor)
Me subo al coche y canto a voz en grito una de Sabina, Rosario a los coros: 
A veces vivo y otras veces, la vida se me va con lo que escribo. 
Ahora no escribo.  
Estoy estrenando el mundo. 
Como cada vez que llega la estación venid y vamos todos, con flores a María.
Estrenandome a mí, ahora que me tengo.
Ahora que ya casi me olvido de que hace un año
la tristeza se hizo cargo de todo. 
Del cuerpo,
del alma,
de lo racional y de lo que no lo es.
Ahora no,
pensaba cuando dejaba de pensar.
Esto no puede pasar ahora
¿no era el otoño para esto?
El miedo ocupaba todo, sujetándome detrás de una pared invisible. 
Tras un muro desde donde la primavera se ve, pero no se toca.  
Estos días, a cada paso, cada hora, ahora mismo,
soy un oso recién salido de la cueva.
Huelo las flores.
Lamo las colmenas.
Me rasco la espalda contra un árbol.
Juego con los otros osos.
Todo, todo, menos
desovillar historias que voy guardando
de cualquier manera.
* * *
En primavera no hay quien escriba.
Demasiada vida alrededor.
* * *
(Foto "Reciclaje", Carlos Naranjo, del álbum Paris)

Gervasio Sánchez, fotógrafo

Gervasio Sánchez, fotógrafo

Señoras y señores, aunque sólo tengo un hijo natural, Diego Sánchez, puedo decir que como Martín Luther King, el gran soñador afroamericano asesinado hace 40 años, también tengo otros cuatro hijos víctimas de las minas antipersonas: la mozambiqueña Sofia Elface Fumo, a la que ustedes han conocido junto a su hija Alia en la imagen premiada, que concentra todo el dolor de las víctimas, pero también la belleza de la vida y, sobre todo, la incansable lucha por la supervivencia y la dignidad de las víctimas, el camboyano Sokheurm Man, el bosnio Adis Smajic y la pequeña colombiana Mónica Paola Ojeda, que se quedó ciega tras ser víctima de una explosión a los ocho años.

Sí, son mis cuatro hijos adoptivos a los que he visto al borde de la muerte, he visto llorar, gritar de dolor, crecer, enamorarse, tener hijos, llegar a la universidad. Les aseguro que no hay nada más bello en el mundo que ver a una víctima de la guerra perseguir la felicidad.

Es verdad que la guerra funde nuestras mentes y nos roba los sueños, como se dice en la película Cuentos de la luna pálida de Kenji Mizoguchi.

Es verdad que las armas que circulan por los campos de batalla suelen fabricarse en países desarrollados como el nuestro, que fue un gran exportador de minas en el pasado y que hoy dedica muy poco esfuerzo a la ayuda a las víctimas de la minas y al desminado.

Es verdad que todos los gobiernos españoles desde el inicio de la transición encabezados por los presidentes Adolfo Suarez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero permitieron y permiten las ventas de armas españolas a países con conflictos internos o guerras abiertas.

Es verdad que en la anterior legislatura se ha duplicado la venta de armas españolas al mismo tiempo que el presidente incidía en su mensaje contra la guerra y que hoy fabriquemos cuatro tipos distintos de bombas de racimo cuyo comportamiento en el terreno es similar al de las minas antipersonas.

Es verdad que me siento escandalizado cada vez que me topo con armas españolas en los olvidados campos de batalla del tercer mundo y que me avergüenzo de mis representantes políticos.

Pero como Martin Luther King me quiero negar a creer que el banco de la justicia está en quiebra, y como él, yo también tengo un sueño: que, por fin, un presidente de un gobierno español tenga las agallas suficientes para poner fin al silencioso mercadeo de armas que convierte a nuestro país, nos guste o no, en un exportador de la muerte.

Muchas gracias.

(Palabras de Gervasio Sánchez, al recoger el premio Ortega y Gasset de Fotografía)

Foto de Gervasio Sánchez: Sofía y Alia, de la serie Vidas minadas

Palabras

Palabras

A veces lanzo palabras que cambian en cuanto salen de mi boca. Estallan,

encogen, se agrandan y flotan un segundo, antes de naufragar para siempre en

el mar que respiramos.

A veces soplo al aire palabras que sólo pretenden que me mires. Palabras que

esquivas, asustado, como si fuesen dardos.

A veces susurro palabras que sólo quieren rescatarte y que te alejan un siglo.

De golpe. En un parpadeo.

Como viento enloquecido, de repente, la palabra que dije, sólo para que me

mirases, sólo para rescatarte, vuelve sobre sus pasos y se hunde en mi pecho y

sí, ahora hace daño. Ahora es un dardo emponzoñado que se clava dentro.

Tan adentro que no sé si seré capaz de arrancármelo y cerrar esta herida, que

tanto duele.

 Foto de Carlos Naranjo: Desnuda, de la serie Escultor.

Desmemoriada

Desmemoriada

No consigo recordar qué es un hada.

—Son bonitas...

—Son pequeñas...

—Conceden deseos... ¡Venga, te tienes que acordar de eso!

Me rasco la cabeza:

—Pequeñas... bonitas... ¡Ahí! —señalo—  ¡Ahí hay un hada!

—¡No! —contestan—. Eso es  una mariposa.

Entonces, cuchichean:

—Te dije que no le dieras fuerte.

—Si no le doy, se nos escapa.

—¿Y de qué nos sirve así, sin memoria?

Hablan como si yo no estuviera y hago como que no les oigo. Pero estoy harta de estos duendes y de sus preguntas. Me están entrando unas ganas locas de  convertirlos en polillas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Foto de Carlos Naranjo, bailarinas, del álbum París.

Con cualquier pretexto

Con cualquier pretexto

_ ¡Para!

_ ¿Por qué? ¿Qué te pasa?

_ Que se me ha volado el sombrero.

_ ¿Qué sombrero?

_ Qué sombrero va a ser, el mío.

_ ¿Te has vuelto loca? No llevabas ningún sombrero.

_ Claro que llevaba. El de rafia, con la cinta azul.

_ Ni aunque llevaras sombrero. Las ventanillas están cerradas.

_ Pues yo llevaba sombrero cuando entré en el coche.

Dio un volantazo, paró en el arcén y se volvió hacia mí.

 _ ¿Pero qué coño te pasa? - dijo - Ni siquiera te gustan los sombreros.

 Abrí la puerta. Fuera olía a primavera.

La verdad es que nunca se me han dado bien las despedidas.

 

Foto: Arcadia 2, de Carlos Naranjo.

De boda I

De boda I

Lo habíamos echado a suertes y me había tocado. La primera cita fue por una apuesta y el primer viaje porque me moría de ganas de conocer París. A partir de entonces todo rodó solo. Es un buen partido, decía mamá. Tiene unos dientes preciosos, gritaba la abuela. Y una profesión de futuro, aseguraba papá. Sería una locura que lo dejases escapar, cotorreaban mis amigas. A nadie le pareció que sus manos fuesen blandas.

Me dije que todos no podían estar equivocados. Acepté la gargantilla que había sido de su bisabuela, compré un traje de novia y los días pasaron deprisa hasta la puerta de la iglesia, donde ya no había vuelta atrás.

Sin embargo, me entraron unas ganas locas de salir corriendo.

Foto: Boda EEUU, de Carlos Naranjo  

De boda II

De boda II

A la puerta de la iglesia mi mirada se cruzó con la suya y se me atragantaron de golpe tres años y un día de pastelitos, gofres y torreznos. Tragué saliva y sentí la gargantilla en mi cuello como una soga.

En el convite corté los tres pisos de tarta, coronada por una pareja de novios de plástico. Compartí la primera ración con mi marido recién estrenado, que me llevó en volandas a bailar un vals. Tenía una mota de nata en  la comisura de los labios. Alguien gritó ¡cambio de pareja!

Y me fugué con su primo Gerardo.

 Foto Boda EEUU 2, de Carlos Naranjo

Eco

Eco

Para la Piris 

Se acabaron las palabras 

abro la boca y expiro

aire silencioso

No más

ven

voy

vamos

Y sin embargo tu voz

tu voz susurra mi nombre

Cada minuto de cada hora

el eco de lo que fuimos

retumba

en mi cabeza.

 

 

Foto: Aún Puedo Oirte de Carlos Naranjo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Basura

Basura

Salió de su casa con una pila de periódicos atrasados. Cruzó la calle, abrió el contenedor amarillo y los tiró dentro. Me pregunté por qué habría hecho eso, si el contenedor de papel está dos pasos más allá. No dejé de darle vueltas hasta que leí las noticias y supe lo que pasa. No pasa nada.

Después de cenar puse una bolsa de basura en el cubo, tiré las raspas del lenguado, una lata vacía de espárragos, un par de pilas gastadas y un móvil roto. Cogí la bolsa y el periódico de ayer, crucé la calle y lo dejé todo en el contenedor verde. Es el que queda más cerca de casa. Entonces se me acercó un tipo la mar de indignado y me afeó lo que acababa de hacer.

—¿Es que no se ha enterado? —le dije—. Mire usted, que no hay de qué preocuparse. Que lo de la desertización era un invento. Una broma global.

El hombre se puso la mar de contento. Se metió en su coche, pisó el acelerador a fondo y yo respiré la nube gris que escapó de su tubo de escape, antes de volver a casa.

Foto: Pájaros, de Carlos Naranjo

Ese culo

Ese culo

Hace dos meses entré en aquel bar, elegí una mesa junto a la ventana. Pedí una clara con limón y abrí el cuaderno. Miré la página en blanco con el lápiz en la mano y luego miré la calle. Pasabas por ahí. Como sonámbula, salí del bar sin cuaderno, sin lápiz y sin pagar. Caminamos calle abajo. Te seguí por la segunda a la izquierda y luego por la primera a la derecha. Miraste hacia atrás. Nos miramos. Me metí en una librería. Compré un libro que ya tengo y salí. Caminamos calle arriba. Ahora, yo delante y tú detrás. Me seguiste por la primera a la izquierda y luego por la segunda a la derecha. Miré atrás y  nos miramos. Te metiste en el bar, cogiste mi bolso y mi cuaderno, pagaste mi cerveza y nos fuimos, los dos, calle abajo.

Foto: Movimiento, de Carlos Naranjo

La casa roja

La casa roja

 

 Para Maripi

 

Todos tenemos un paraíso perdido. Un lugar, una época, una gente, en y con los que fuimos muy felices, con una felicidad tan grande que nos parece imposible que vuelva a darse. (...) Eso es un recordatorio de que el paraíso existe. Y de que puede volver a existir: volverás a sentirlo. Aunque será en otro lugar, con otra gente, en otra época. (Berna Wang)

Rota

Rota

No entendí tu afán de romperme cada día

Golpes de mazo

Cortes de cincel

Después yo

a duras penas

recogía mis esquirlas esparcidas

De haber sabido qué querías

de mí

hubiera salvado el tiempo

la ilusión

la vida

perdidos en tu empeño en recrearme

perfecta

Si hubiera sabido

que tu afán era ese

te habría gritado que no soy piedra

(a lo mejor también te hubiera dicho que tú no eres quién)

 

Foto: Escultor, de Carlos Naranjo

La dignidad de Teodoro H.

La dignidad de Teodoro H.

                                                                                                                                                                                                                                 Teodoro H. se hizo torero por el traje de luces. Para él, que había nacido sin sentido común, la vida era un jeroglífico por resolver. Una carretera sin señales. Un viaje sin mapa. Hasta el último aliento, Teodoro H. intentó comprender el mundo y hacerse un sitio en él.

—El respeto da sentido a la vida de un hombre, le había dicho su padre cuando aprobó el último curso del Instituto, consigue respeto y tendrás lo que quieras.

Teodoro H. se guardó aquella palabra en la memoria para siempre. Y se pasó la vida buscando respeto.

A los dieciocho años se hizo militar. Tenía fuerza de voluntad y buena memoria, cualidades necesarias para ascender de cursillo en cursillo. Cuando ya era teniente, un motín en una cárcel requirió la actuación de los militares. 

Teodoro H. expuso su estrategia en mitad de una reunión de mandos medios:

El negociador lleva un día y medio intentando que los amotinados se rindan. Los funcionarios tienen pocas posibilidades de salir con vida de esto. Sugiero que prendamos fuego al edificio y apuntemos como únicos culpables a los reos amotinados. 

Después de varias sesiones con el psicólogo del cuartel, a Teodoro H. se le comunicó su cese y un tiempo después, su expulsión del ejército.

Durante meses vivió sin rumbo, hasta que se ennovió con una mujer a la que conoció en la panadería y a la que también le faltaba el sentido común desde su nacimiento.

Entablaron una relación sin palabras que se alimentó de tortitas con nata en el vips y sesiones de cine de barrio. Una noche salieron de casa envueltos en una niebla que olía a humo y dos manzanas más allá se encontraron de frente un edificio en llamas. Al contemplar el trasiego de escaleras, mangueras y bomberos la mujer exclamó:

¡No hay uniforme tan bonito como ese!

Y Teodoro H. decidió hacerse bombero.

La ilusión de vestir su segundo uniforme le duró muy poco.Teodoro H. explicó al jefe de personal que le habían expulsado del ejército por sus ideas.

¿Y qué ideas eran esas? – preguntó el hombre, que escuchó la respuesta haciendo anotaciones en una agenda, en silencio, mirando de vez en cuando a su interlocutor sin levantar la cabeza.

Al cabo de unas semanas, Teodoro H. recibió una carta: no reunía los requisitos necesarios para incorporarse al cuerpo de bomberos.Teodoro H. intentó vestir cuantos uniformes tuvo ocasión y con todos fue fracasando. Unas veces por falta de talento (casi se estrella en una práctica como piloto); otras por osadía (llamó ladrón a un político para el que trabajó de chófer); una vez por falta de fe (quiso ser ministro de Dios y puso en duda la existencia del Espíritu Santo).

 Pero cada vez que llegaba a un callejón sin salida, intentaba un nuevo camino para descifrar el jeroglífico de su existencia, como si la naturaleza hubiese querido paliar con un extra de optimismo su déficit de sensatez. Tiempo después de un último intento fallido y tras cruzarse en la puerta de Las Ventas con la cuadrilla del maestro José Nomás, quedó deslumbrado por el traje de luces y decidió hacerse torero.

Estuvo dando clases con un diestro jubilado, cuyo paso por la Maestranza había forjado su leyenda en vida. Teodoro H. tenía casi cuarenta años cuando empezó su instrucción y el maestro dio por hecho que el interés desmedido de su alumno por aprender no se debía a otra cosa que a las inquietudes de una mente curiosa y perfeccionista, sin sospechar ni por asomo que Teodoro H. aspiraba a tomar la alternativa en cuanto se supiera preparado. Tampoco sabía nada el maestro de la falta de sentido común de su pupilo, así que impartía las lecciones teóricas como lo hubiese hecho con cualquier otro. Cuando tocó hablar de las cornadas y de las probabilidades de morir en la plaza, Teodoro H. llevaba un año dando clases y a esas alturas su respeto por el maestro era inmenso. Todo lo que pudiese decir era ley para él.

 El torero se gana el respeto jugándose la vida en la plaza.  Pero nada reviste de dignidad a un torero como su muerte en el coso. ¿Qué muerte podría ser más digna? ¿qué otro final más bello que ese en el que la sangre tiñe de grana la arena? ¡El cuerpo roto, desmadejado entre las patas del toro! ¡El traje desgarrado, pintado a trazos cruzados de sangre de torero y sangre de toro! ¡Qué muerte, Teo, qué muerte esa que se ha podido brindar antes a la mujer amada!

El maestro filosofaba sobre su arte como quien habla para sí y Teodoro H. lo escuchaba como quien está siendo depositario de una revelación.

¡Nada reviste de dignidad a un torero como su muerte en la plaza!, pensó luego, camino de casa.

Y lo repitió en voz baja mientras removía las patatas de la cena con la espumadera.

¡Nada reviste de dignidad a un torero como su muerte en la plaza!, fue lo último que se le pasó por la cabeza esa noche, antes de quedarse dormido. 

Teodoro H., dispuesto a todo por llegar a ser un hombre de respeto, juntó sus ahorros, que le dieron justo para encargar un traje de luces y se despidió del maestro, en parte porque el dinero no le daba para más, en parte porque consideró que ya había aprendido lo necesario. 

El día de su muerte, Teodoro H. se vistió el traje, se echó encima una gabardina y después de santiguarse salió camino de Las Ventas, donde traspasó la entrada y se adentró en la plaza hasta la barrera. Una vez allí aprovechó un revuelo de pañuelos blancos para dejar la gabardina en el suelo. 

Nadie sospechó que fuera ajeno al cartel de la tarde, tales eran su porte y su gesto. Quienes allí estaban le fueron abriendo paso con la reverencia que merece el que está a punto de desafiar a la muerte y a Teodoro H. se le puso el alma en la garganta cuando sintió, por primera vez en su vida, el respeto de la gente.

El cartel anunciaba aquella tarde a Currito García, El Chiclanero y Pepe el Zahorí. A las seis, Pepe el Zahorí lidiaba su primer toro, Azulado. Teodoro H. esperó el momento en que el torero se prepara para entrar a matar. El toro esperaba, sólo, en un extremo del coso. Teodoro H. se santiguó antes de saltar la barrera y emprender carrera, muleta en mano, hacia la muerte.

Azulado volvió la cabeza y le vio correr hacia él. Se miraron. El torero se plantó delante, movió el capote y el toro arrancó. Después de dos pases, Azulado enganchó a Teodoro H. por el muslo. Los gritos del tendido acompañaron la carrera del toro, que llevó a Teodoro H. en volandas, sacudiéndole de un lado a otro hasta soltarlo en la arena como quien se deshace de un bulto que estorbe. La plaza se había quedado en silencio.

Antes de morir desangrado camino de la enfermería, Teodoro H. miró por última vez el cielo de Madrid, más azul que ninguna otra tarde que pudiera recordar. Y cerró los ojos, en paz consigo mismo por primera vez en su vida.

 Foto: Tierra Roja, de Carlos Naranjo   

Puerta cerrada

Puerta cerrada

—No puedo respirar, te dije.

—Cómo no vas a poder, replicaste tú riendo. Respirar se hace sin pensar. Ahora estás respirando ¿ves?

— No, te digo que no puedo

— ¿Me lo estás diciendo en serio? – ya no te reías - ¿que te vas a morir porque no puedes respirar?

—Sí, eso es.  

Te costó rendirte, porque a ratos me moría y luego ya no. Y a ratos no respiraba y luego ya sí. Pero al cabo de un tiempo, no te quedó nada por meter en la maleta. Estuve un rato, que a lo mejor fue un siglo, frente a la puerta cerrada. Y ahora que ya no me acuerdo de respirar, respiro.

Ahora que estoy muerta, respiro. 

 

 

Foto: Puerta Cerrada, de Carlos Naranjo

GUANTÁNAMO

GUANTÁNAMO

 

 

 

www.es.amnesty.org/

 

DESTINO

DESTINO

cada mañana

dios se despereza

mira su obra

lanza una moneda.

cara:

tú dentro

cruz:

tú fuera

Foto: Harar, Etiopía, de Carlos Naranjo